Cuentan las carpetovetónicas crónicas castellanas de la baja Edad Media que cuando las gentes del campo eran presa fácil de la peste y la inanición crearon un deporte singular que trajo nuevas fuerzas a sus marchitos y famélicos cuerpos, los cuales se robustecían gracias a una prueba de fuerza que producía un riego sanguíneo de tal calibre que algunos campesinos medievales terminaban orates debido a la acumulación de humores en su cerebro de pequeñas dimensiones.
En las fotos vemos a cuatro esforzadas personas llegadas del instituto monovero practicando con deleite este antediluviano deporte, el cual consiste en sostener una columna y arco claustrales, bien con las manos bien con los pies, durante el máximo tiempo posible.
Nuestro querido Jefe de Estudios se envalentonó y tal atrevimiento casi le costó quedarse sin el poco y robusto gollete que le queda, pues si hubiera caído desde tal posición, su gran cavidad craneal se hubiera empotrado en sus hombros y, por ello, hubiera perdido al menos 5 cm de altura, si ya poca, luego exigua.
La grácil Cristina, sin embargo, demuestra un dominio absoluto de estas ancestrales prácticas y damos fe de que al terminar su exhibición se había apoderado de ella la gramática propia de los monjes cluniacenses que tanto bien proporcionaron al Camino de Santiago. Sin duda, su transformación al medievo hará que la actual gramática del español sea para ella pan comido y que de ahora en adelante nos mire a los profesores de esta lengua con altivez y desprendimiento.
Por último, nos centramos en la pareja de féminas llamadas Mónica y Marta. Marta es la viva imagen de que el peso del arco no es en vano, mientras que Mónica, sabiamente ladeada, parece querer transmitirnos la sensación de que ella puede con todo y que su esbelto cuerpo no es frontera que se arredre ante los infortunios de la vida.
Ahí queda eso. Un saludo; un abrazo; César -José Ramón.